Trabajo en una oficina chica en Providencia. Somos nueve personas y, aunque no seamos familia, nos conocemos bastante. El mes pasado una compañera nos contó que había visto en TikTok un filtro nuevo: subes una foto de alguien y te genera un video donde aparece abrazándolo una persona del sexo opuesto, como si fuera real. El realismo era tan brutal que todos en la oficina nos pusimos a probarlo con fotos antiguas, a puro webear.
La cosa es que un colega, de esos tranquilos y reservados, tomó el celular y se quedó un rato callado. Después volvió con los ojos rojos y nos mostró el video: era él, sentado en una piedra en la playa, y de pronto aparecía una mujer sonriéndole, acercándose y abrazándolo por atrás. Ella le apoyaba la cabeza en el hombro.
No entendí por qué quedó tan afectado… hasta que otro compañero me dijo en voz baja que la mujer de ese video se parecía increíblemente a su esposa, que había fallecido el año pasado. Y la foto que usó estaba tomada pocos días antes de que le diagnosticaran la enfermedad.
Él no dijo nada, solo lo guardó y cerró la aplicación. Después, en el almuerzo, me confesó que llevaba meses intentando recordar cómo se sentía ese contacto… y que, aunque sabía que era falso, ese video de 8 segundos le había devuelto algo que creía perdido.
Desde entonces, cada vez que alguien en la oficina se burla de los ‘filtros falsos de TikTok’, yo pienso en él. Y en que a veces la tecnología, incluso en su parte más superficial, puede tocarte donde ya nada más llega.