Nos conocimos trabajando en una librería en Santiago Centro, a los 20. Éramos pololos y soñábamos mucho. Queríamos vender libros usados en la calle, queríamos un café literario, queríamos una banda. Todo eso lo hablamos en servilletas, de madrugada, con un par de cigarros…
Intentamos varias veces. Pusimos un carrito con sándwiches en el parque Bustamante: no duró ni un mes, nos cerraron por no tener permiso municipal. Después hicimos unas libretas artesanales para vender en ferias; se nos mojó todo en la primera lluvia y quedaron como papel maché…
Tantos castillos en el aire que no duraban nada. Siempre terminábamos riéndonos de la mala suerte. Decíamos que alguno iba a resultar.
A los 30, con ayuda de un tío, montamos una pequeña imprenta en Independencia. Al principio costaba levantarla, pero nos agarraron un par de colegios para hacer cuadernos y libretas, y con mucho querer terminamos funcionando… gracias a las campañas politicas tiramos pa’rriba… Fue el único castillo que resultó…
Hoy tenemos más de 50, la imprenta todavía vive, pero ya no es lo mismo… en fin… Ahora la sobrina quiere meterse a un proyecto de “libros digitales en TikTok”. Ni idea… nada… Ella habla de filtros, likes, videos de 10 segundos que “expanden la lectura”. Me suena ridículo, pero nos mira con los mismos ojos que teníamos nosotros cuando dibujábamos castillos imposibles en servilletas.
Así que le dimos parte del taller vacío que tenemos atrás, para que haga lo suyo. No sé si funcionará. Probablemente no. Pero tampoco importa: a veces se necesita que alguien más de la familia intente otra locura.